La figura de Jorge Luis Borges y su faceta como traductor

La traducción siempre ocupó un lugar preminente en el desarrollo personal e intelectual del escritor argentino Jorge Luis Borges (1899-1986), considerado como un personaje clave tanto para la literatura en habla hispana como para la literatura universal. Además de llevar a cabo una prolífera actividad como traductor, Borges dedicó numerosos e interesantes ensayos a reflexionar sobre la propia concepción de la traducción y el problema de traducir.

Con este pequeño artículo, pretendemos, por un lado, poner de manifiesto ese lugar preminente que desempeña la traducción en el proceso creativo de Borges y, por otro, subrayar su concepción acerca de la traducción como una herramienta de cultura.

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Borges y la traducción: los orígenes

Uno de los aspectos más interesantes de la vida de Jorge Luis Borges es la herencia multicultural recibida. Su árbol genealógico lo entronca tanto con ilustres estirpes argentinas de origen criollo, como con familias del Viejo Continente.

Su padre, Jorge Guillermo Borges, pertenecía a una familia de origen portugués, si bien su abuela paterna era natural de Inglaterra, hecho que condicionó que en casa de los Borges se hablase indistintamente español e inglés. Jorge Guillermo era un ávido lector y tenía un gran interés por la literatura, afición que trasladaría a su hijo. Por otra parte, su madre, Leonor Acevedo Suárez, era una mujer cultivada que realizó a lo largo de su vida diversas traducciones del inglés y del francés.

En 1914, la familia Borges viajó a Europa y se acabó instalando en Ginebra, donde sus hijos prosiguieron sus estudios. Posteriormente, los Borges se trasladaron a España, donde permanecieron unos años, para regresar definitivamente a Buenos Aires en 1921.

Durante su estancia en Europa, Borges creció como un joven adolescente que devoraba incansablemente la obra de grandes escritores franceses, ingleses, alemanes y españoles. Esta mezcla cultural tan rica acabaría despertando su interés por la traducción.

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La obra de Jorge Luis Borges

Fue a partir de su regreso a Buenos Aires cuando Borges empezó a desarrollar su carrera literaria, llegando a convertirse en el autor argentino con mayor proyección universal. Se hace prácticamente imposible concebir la literatura hispanoamericana del siglo XX sin tenerle en cuenta, pues sus libros de cuentos más representativos, como Ficciones o El Aleph (ambos publicados en los años cuarenta), han contribuido enormemente a definir el rumbo de la literatura universal contemporánea.

Borges fue el creador de una cosmovisión muy particular, fundamentada sobre un modo característico de entender conceptos como el tiempo, el espacio, el destino o la realidad. Sus narraciones y ensayos se alimentan de complejas simbologías y de una potente erudición, fruto en buena parte de su afición por la literatura europea, sobre todo la anglosajona.

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La traducción como herramienta de cultura

“Leer siempre me ha gustado más que escribir”, declaró Borges en numerosas ocasiones, quien nunca dejó de insistir en dos cuestiones: en que la traducción se ha de concebir como un género literario en sí mismo, como pueden ser la novela, la poesía o el ensayo, y en que traducir no deja de ser “una forma de leer”.

Tal como señaló siempre (en su autobiografía y en diversas entrevistas), su cultura estaba construida a base de traducciones, y siempre creyó que traducir era una forma de crear cultura y de engrandecer la lengua, introduciendo en ella ecos de otras lenguas.

Para Borges, cada traductor, en el desempeño de su labor, pone de manifiesto aquella concepción particular de la literatura que domina en su lengua.

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El Borges traductor

Para el argentino, la traducción no fue solo su modus operandi literario, sino que la asimiló como un verdadero modus vivendi. En este sentido, su actividad no solo se limitó a la divulgación de autores y movimientos extranjeros, sino también en verter sus obras al castellano.

La lista de traducciones de obras memorables realizadas por Borges es innumerable. Con todo, probablemente las más destacadas sean las que hizo de Orlando de Virginia Woolf, Bartleby de Herman Melville o Las metamorfosis de Franz Kafka.

El Borges traductor practica una metodología que podríamos calificar de “infidelidad creadora”, pues, aunque no ignora la literalidad de los textos, sus traducciones son bastante autónomas, en tanto en cuanto pretenden reproducir una “emoción estética” que sea tan creíble como la del original.

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“Las dos maneras de traducir” de Borges

En uno de sus ensayos, Borges reflexiona sobre las distintas formas con las que se puede abordar la traducción de un texto. El escritor contrapone dos tipos de traducciones, mostrando su predilección por un tipo de traducción más libre y menos apegada al texto original.

A continuación se recogen algunos fragmentos de dicho ensayo, titulado como “Las dos maneras de traducir”:

Suele presuponerse que cualquier texto original es incorregible de puro bueno, y que los traductores son unos chapuceros irreparables, padres del frangollo y de la mentira. Se les infiere la sentencia italiana de traduttore traditore, y ese chiste basta para condenarlos […].

Las dificultades de traducir son múltiples […]. En prosa, la significación corriente es la valedera y el encuentro de su equivalencia suele ser fácil. En verso, mayormente durante las épocas llamadas de decadencia, o sea de haraganería literaria y de mera recordación, el caso es distinto. Allí el sentido de una palabra no es lo que vale, sino su ambiente, su connotación, su ademán. Las palabras se hacen incantaciones y la poesía quiere ser magia. Tiene sus redondeles mágicos y sus conjuros, no siempre de curso legal fuera del país […].

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Universalmente, supongo que hay dos clases de traducciones. Una practica la literalidad, la otra la perífrasis. La primera corresponde a las mentalidades románticas; la segunda a las clásicas. Quiero razonar esta afirmación, para disminuirle su aire de paradoja. A las mentalidades clásicas les interesará siempre la obra de arte y nunca el artista. Creerán en la perfección absoluta y la buscarán. Desdeñarán los localismos, las rarezas, las contingencias. ¿No ha de ser la poesía una hermosura semejante a la luna: eterna, desapasionada, imparcial? La metáfora, por ejemplo no es considerada por el clasicismo ni como énfasis ni como una visión personal, sino como una obtención de verdad poética, que, una vez agenciada, puede (y debe) ser aprovechada por todos. Cada literatura posee un repertorio de esas verdades, y el traductor sabrá aprovecharlo y verter su original no sólo a las palabras, sino a la sintaxis y a las usuales metáforas de su idioma. Ese procedimiento nos parece sacrílego y a veces lo es […].

Inversamente, los románticos no solicitan jamás la obra de arte, solicitan al hombre. Y el hombre (ya se sabe) no es intemporal ni arquetípico, es Diego Fulano, ¿no?, es Juan Mengano, es poseedor de un clima, de un cuerpo, de una ascendencia, de un hacer algo, de un no hacer nada de un presente, de un pasado, de un porvenir y hasta de una muerte que es suya. ¡Cuidado con torcerle una sola palabra de las que dejó escritas! […].

Esa reverencia del yo, de la irreemplazable diferenciación humana que es cualquier yo, justifica la literalidad en las traducciones. Además, lo lejano, lo forastero, es siempre belleza […]. El anunciado propósito de veracidad hace del traductor un falsario, pues éste, para mantener la extrañez de lo que traduce se ve obligado a espesar el color local, a encrudecer las crudezas, a empalagar con las dulzuras y a enfatizarlo todo hasta la mentira […].

1926

Carlos Sánchez Luis

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