San Jerónimo es un santo cristiano comúnmente conocido por traducir la Biblia del griego y el hebreo al latín, dando lugar a la famosa Vulgata, que se consolidaría como el texto de referencia empleado por la Iglesia latina de Occidente. Considerado por muchos como el patrón de los traductores, en este pequeño artículo nos centraremos en algunos de los aspectos más sobresalientes de la labor traductológica de San Jerónimo.
Vida y obra de San Jerónimo
Nacido a mediados del siglo IV d. C. en Estridón, antigua ciudad de la provincia romana de Dalmacia, pronto se trasladó a Roma, donde su pasión por las letras latinas y, más concretamente, por la obra de Cicerón, le llevaron a convertirse en uno de los latinistas más renombrados de su tiempo. Una vez bautizado, emprendió un viaje hacia Oriente y se asentó en Antioquía; es entonces cuando descubre su vocación de dedicarse en cuerpo y alma al estudio de las Sagradas Escrituras, por lo que empezó a instruirse en griego y en hebreo. Pasados unos años, regresó a la Urbe y se puso al servicio del papa San Dámaso, quien le animó a que emprendiera la difícil labor de traducir la Biblia al latín. Por aquel entonces circulaban una serie de versiones bíblicas en latín que se habían intentado integrar en un único corpus unificado, la llamada Vetus Latina. Sin embargo, la falta de una pauta común entre todas estas versiones hacían peligrar la concepción unitaria del mensaje cristiano, por lo que se hacía necesaria una nueva traducción de la Biblia.
Tras la muerte del papa San Dámaso, Jerónimo vuelve a marcharse a Oriente y acaba instalándose en la ciudad de Belén, donde permanecerá en situación de retiro monacal hasta su muerte en el año 420. Es en este contexto cuando verdaderamente se forja la imagen paradigmática de San Jerónimo como erudito estudioso de los textos cristianos. Su participación en las disputas teológicas de su tiempo y su ardua defensa de la ortodoxia lo llevaron a ser considerado uno de los cuatro Padres de la Iglesia latina, junto con San Agustín, San Ambrosio y San Gregorio Magno. Con todo, mientras que la mayoría de personalidades del cristianismo primitivo fueron perdiendo peso con el paso de los siglos, la figura de San Jerónimo permaneció incólume, hasta el punto de que en tiempos de la Contrarreforma se llegará a ensalzar como símbolo del traductor e intelectual por antonomasia, sometido a la tradición y a la autoridad del papa.
San Jerónimo y la traducción
La actividad traductora de Jerónimo se pude dividir en dos ramas bien diferenciadas: por un lado, la traducción de obras de autores griegos, como Orígenes, Eusebio de Cesarea o San Pacomio, y, por otro, la traducción de las Sagradas Escrituras; es decir, textos profanos y sagrados. Si bien es cierto que con la traducción de los primeros escritos ya se había convertido en un intelectual de renombre, fue la empresa bíblica lo que hizo de San Jerónimo una figura universal.
El hecho de que Jerónimo centrara su actividad en traducir textos de autores griegos al latín responde, en esencia, a la vocación fundamental del traductor, esto es, convertirse en un puente entre culturas y lenguas. En el siglo IV d. C., existía una enorme brecha cultural entre los habitantes de la mitad occidental del Imperio romano, latino-parlantes, y los de la mitad oriental, de lengua y cultura griegas. Por tanto, San Jerónimo quiso acercar ambos mundos a través de la traducción y hacer de ellos un espacio cultural común. Contaba para ello con la mejor base: educado en Roma, había viajado al Próximo Oriente para continuar formándose, empapándose así del sustrato griego, por lo que conocía a la perfección ambos contextos culturales.
En este sentido, la traducción de la Biblia al latín probablemente represente el mayor ejemplo de la voluntad de San Jerónimo, esto es, la unión de todos los habitantes del Imperio a través del mensaje cristiano. A su vez, la Vulgata se iba a convertir en el elemento de cohesión más importante de la cultura occidental.
La metodología traductológica jeronimiana
Una vez visto esto, si nos centramos en aspectos más técnicos relacionados con la traducción, Jerónimo representaría un término medio entre lo que podríamos considerar traducción literal y traducción literaria. En algunas de sus cartas, Jerónimo deja entrever su teoría de la traducción, es decir, cómo entiende él que se tiene que abordar la labor traductora. Así, mientras algunos de sus contemporáneos lo acusaban de no atenerse a la literalidad en sus traducciones, el santo respondía arguyendo que, de expresarlo todo palabra por palabra, resultaría imposible salvar la gracia del estilo.
En este sentido, Jerónimo distinguía dos maneras distintas de traducción: la del intérprete, más preocupada por la equivalencia literal de los textos, el de partida y el de llegada, y la del orador, más libre. Estos dos modos de traducir se corresponden, a su vez, con dos tipos de texto: los textos sagrados y los textos profanos. En el caso de los primeros, al ser de inspiración divina, respetar el orden de palabras resulta fundamental para conservar a la perfección la esencia del mensaje original. Sin embargo, en la traducción de los textos profanos, la alteración del orden de palabras no es tan significativa, pues prevalece la intención de traducir según el sentido, esto es, non verbum e verbo, sed sensum exprimere de sensu. Esta máxima jeronimiana, aplicable únicamente a los textos del segundo grupo, se ha convertido en uno de los principales principios de la traductología occidental.
Carlos Sánchez Luis