Reflexionar sobre la complejidad de la traducción literaria nos plantea, en principio, dos interrogantes acerca de sus peculiaridades. Por un lado, cabe preguntarse por qué se la considera tan compleja y, en algunos casos, reservada a especialistas en literatura. Pues bien, la traducción literaria no puede basarse en parámetros teóricos o directrices universales aplicables a otras ramas de la traducción, pues la heterogeneidad inherente a la propia literatura (en cuanto a movimientos estéticos, géneros, obras, autores y contextos) requiere que el traductor disponga no solo de una amplia formación lingüística, sino también cultural.
Por otro lado, es interesante plantearse por qué muchos valoran la traducción literaria como una actividad fascinante, pese a las dificultades que entraña. Porque nos permite adentrarnos en otros universos culturales y aprehenderlos desde dentro. La traducción literaria es, en esencia, un medio de conocimiento cultural; conocer la lengua de otro pueblo supone el primer paso para romper las barreras de asilamiento y generar elementos de aproximación, descubriendo a través de las palabras maneras distintas de ser y estar en el mundo. De este modo, podemos considerar la traducción literaria como una actividad donde la intención que subyace es la de indagar y descubrir al “otro”.
Literalidad, fidelidad y creatividad: ¿tres aptitudes en disputa?
Como norma general, una traducción no puede basarse en la literalidad, pues en ningún tipo de texto se puede limitar la traducción a una mera trasposición. Esto es aplicable a todas las modalidades de la traducción, pero se hace más evidente en el ámbito literario. En lugar de literalidad, se busca la equivalencia funcional, que es donde adquiere relevancia la creatividad del autor. Esta no consiste en tratar de adornar o embellecer un texto en la lengua de llegada, sino que el objetivo es lograr un efecto artístico equivalente a través de medios diferentes. Así pues, la labor del traductor literario consistirá en desentrañar aquellos elementos de la obra original que permitan que el texto siga funcionando como objeto estético en un contexto cultural nuevo.
Asimismo, podemos observar cómo a veces se contraponen los conceptos de fidelidad y creatividad. Sin embargo, esta antítesis es falsa: la fidelidad y la creatividad no se oponen, sino que deben complementarse, en distinta media, en función del texto que se traduce. La fidelidad no equivale a la traducción de un texto “palabra por palabra”, pues precisamente eso es la literalidad.
En este sentido, es importante mencionar que las equivalencias entre uno y otro idioma son siempre aproximaciones. En muchos casos, las palabras de una lengua antigua difícilmente pueden corresponderse con las palabras de una lengua moderna, pues los significados varían con el paso del tiempo. Esta dificultad, si bien en menor grado, también se presenta en los idiomas modernos, pues el valor semántico de las palabras en una y otra lengua actual pueden ser distintos. Por tanto, desde el punto de vista filológico, la literalidad es imposible, y, más aún, si nos enfrentamos a un texto poético, pues la función literaria reside no solo en la idea que se pretende transmitir, sino en la palabra misma. Por eso, el que traduce poesía debe ser necesariamente un poeta.
La traducibilidad de la obra
Muchas veces nos preguntamos en qué radica la traducibilidad de una obra. Pues bien, a la hora de emprender una traducción literaria, la tarea del traductor es doble: debe ser capaz, por un lado, de reconocer y comprender las conexiones lingüísticas existentes dentro de la lengua y la cultura original, y, por otro, de reconstruir dichas conexiones de acuerdo a la idiosincrasia de la lengua y la cultura meta. Luego el quid de la cuestión reside en si el traductor podrá trasladar al lector a otro universo, bajo la misma naturaleza de la obra original. Si esto se produce, estamos ante un fenómeno de comunicación.
El traductor, por tanto, está sujeto a la traducibilidad de la obra, y debe disponer de los medios y herramientas necesarias para hacer frente a este proceso complejo que es la traducción. En este sentido, las singularidades tanto de la lengua como de la obra son las que implican un reto mayor para el traductor.
En algunos casos, esta búsqueda de equivalencias, que es la pretensión última del traductor, se ve superada por las fronteras de lo imposible. En relación con esto, hemos querido poner como ejemplo la que probablemente sea una de las obras más difícilmente traducibles de la literatura contemporánea: Ulysses, de James Joyce. El mayor reto que plantea la traducción de esta novela reside en su incontrastable idiolecto. Trasladar el texto de Joyce a otra lengua requiere reproducir el virtuosismo del original, con sus forcejeos lingüísticos, sus juegos de palabras, la multiplicidad de estilos, etc. En el Ulysses, el verdadero protagonista de la obra es el propio lenguaje.
La traducción como género literario per se
La traducción, por tanto, es el vehículo idóneo para establecer un medio de comunicación entre pueblos de diferentes lenguas, y es por esto que la literatura comparada tiene en ella una fuente de estudio y un instrumento de trabajo muy preciado. Esta cualidad específica ha llevado a autores de renombre, como Ortega y Gasset, a concebir la traducción como un género literario en sí mismo:
“Yo diría -dice Ortega-: la traducción ni siquiera pertenece al mismo género literario que lo traducido. Convendría recalcar esto y afirmar que la traducción es un género literario aparte, distinto de los demás, con sus normas y finalidades propias. Por la sencilla razón de que la traducción no es la obra, sino un camino hacia la obra”.
José Ortega y Gasset, Miseria y esplendor de la traducción (1937)
Carlos Sánchez Luis